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¿Cómo acabar de una vez por todas con la cultura?

La obra del cineasta y cómico norteamericano Woody Allen titulada ¿Cómo acabar de una vez por todas con la cultura? es una genial compilación de relatos tan absurdos que se podrían confundir con la realidad. Es tal vez por eso que es particularmente graciosa, con un humor ácido que invita a la reflexión al disfrazar de triviales problemas muy serios de la política, las relaciones internacionales y la sociedad en general. De la misma manera, una mirada crítica e integral a las políticas públicas para la cultura en Latino América y el Caribe (y posiblemente en cualquier parte del mundo) arrojaría como resultado una serie de patrones que, de no ser por el daño que causan a la cultura y la amenaza que representan para la identidad y el futuro económico de millones de personas, bien valdrían unas carcajadas.

El propósito de este artículo no es acusar la ley A o la ley B, o acusar de buenos o malos a X o a Y. No. De lo que se trata de invitar a la reflexión sobre siete principios profundamente arraigados en la política pública y en las sociedades latinoamericanas y caribeñas con respecto a la cultura, y que de mantenerse inmutables amenazan con dañar de manera irremediable un patrimonio rico y diverso del que debemos sentirnos muy orgullosos.

Las siete plagas

1. La cultura es gratis. Es natural que todos queramos pagar lo mínimo o incluso nada por cualquier bien o servicio, pero también es natural aceptar que lo que no cuesta no se aprecia. Es importante que se entienda bien que la cultura no es gratis. Acceder a ella es un derecho que no se discute, pero de ahí a desconocer que generarla y mantenerla cuesta, y que ese costo hay que asumirlo con responsabilidad hay una gran diferencia.

2. Proteccionismo cultural. Está bien sentirse orgulloso de la cultura propia, incluso cuando corresponde a comunidades con las que tenemos poca o ninguna relación real más allá del sentimiento de culpa por los abusos de nuestros ancestros en contra de sus ancestros. Lo que no está bien es creer que para validar el valor de la cultura propia, o en general el de cualquier cultura, se limite la circulación de los productos de otras culturas o se degraden los valores expuestos por la misma. Una cosa es rescatar, fortalecer y facilitar la difusión de ciertas tradiciones en peligro de extinción para enriquecer el vivir de las comunidades que las originan, así como su disfrute por parte del resto de la humanidad, otra muy distinta es la discriminación velada que se esconde en los discursos nacionalistas, que a falta de ideas buscan legitimidad en un populismo anti-todo que no es más que un reflejo de un enorme complejo de inferioridad.

3. El artista es un inútil. Salvo el reconocimiento general a quienes han alcanzado la fama o la consagración en un arte, por lo general ser clasificado como artista suele ser una forma de discriminación paternalista que trae implícitos numerosos estigmas. Es paradójico que a la vez que se reconoce el difícil camino recorrido por aquellos artistas que alcanzan el éxito, también se asuma que quienes están realizándolo son unos vagos, egocentristas y buenos para nada que viven a costa de sus familias y amistades. Es fundamental cambiar esta visión y dar a las personas creativas la legitimidad que sus esfuerzos merecen.

4. Preservación a ultranza de lo tradicional. La cultura, el arte y las expresiones de identidad son un ser tan vivo como las sociedades que las albergan. Una cosa es reconocer el valor de lo tradicional, rescatarlo cuando es necesario y promoverlo para mantener fresca la memoria. Otra muy diferente es el monolitismo pseudso-religioso de aproximarse a lo patrimonial como algo sagrado que está por encima, incluso, del bienestar de las comunidades o de su seguridad material. No se trata de poner a lo económico por encima de lo cultural, sino de reconocer que hay circunstancias en las que es más urgente e importante salvaguardar la supervivencia misma de las personas y que ante dinámicas culturales y tecnológicas de largo plazo, es mucho más efectivo adoptar estructuras flexibles y adaptables que mantenerse tercamente en un patrimonialismo desconectado de la realidad. 

5. Tener éxito comercial es “venderse”. El camino para encontrar y desarrollar un nicho es largo y difícil. Muchos, en lugar de reconocer las virtudes de aquellos que logran el éxito, prefieren descalificarlos. Cierto, algunos escogen caminos más cortos, ya recorridos y menos inciertos. Pero esto no es un pecado. Es simplemente una de muchas elecciones que pueden hacerse. Al final, cada uno escoge su propio camino y la virtud está en recorrerlo y enfrentar sus dificultades, no en el punto de llegada. Ni el éxito comercial es superior al reconocimiento de un nicho especializado, ni la crítica especializada es un sustituto de la apreciación de la audiencia.

6. La cultura popular es mediocre. Catalogar como inferior la identidad con la que se identifica una mayoría clara, no solo es soberbio y arrogante, también es estúpido. Entender las dinámicas que operan dentro de la cultura popular es clave para identificar las oportunidades de innovación que pueden hacer de las narrativas más complejas parte de una sociedad más completa y avanzada. No es mediante el rechazo y el insulto a las preferencias de las mayorías que se transforma a la sociedad, es mediante su enriquecimiento sistemático, mediante el acercamiento a las masas a través de ideas más complejas y avanzadas que la cultura popular se hace mejor para todos.

7. Los grandes artistas son unos genios. Es imposible negar la genialidad de personalidades como Dalí o Picasso. Sin embargo, ellos son excepciones y la regla es la disciplina y el sacrificio constantes que permiten a los grandes artistas consagrase como tales. El talento es, sin duda, un requisito necesario, pero no es suficiente y debe estar acompañado de un compromiso inquebrantable por mejorar cada día para empujar los límites de la creatividad más allá de lo que nadie más pudo imaginar.

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