Un año termina y nos deja películas que aparte de su calidad, las distribuidoras traen tarde. Por lo menos algunas tienen suerte de llegar, porque otras tan solo podemos vislumbrar por demás portales. Por cada La La Land o Tren a Busan –muy buenas en sus terrenos-, existen obras estimables e inteligentes como Christine, olvidadas injustamente por el público y la “crítica especializada”. En este texto, compartiré mis percepciones sobre una pieza más que relevante para los tiempos que corren.
Sarasota, Florida. Consciente de su talento y con genuina ambición, Christine Chubbuck deseaba alcanzar el éxito como apasionada reportera a sus 29 años, en la década de los 70. Sin embargo por circunstancias adversas en su trabajo, inseguridades y fuertes recaídas depresivas, queda en un estado de desilusión absoluta. Resulta que la estación de televisión donde trabaja presenta niveles muy bajos de audiencia, por lo que su jefe necesita noticias sensacionalistas para levantarse. Tal idea va en contra del estilo comprometido y serio de Christine, pero a pesar de sus argumentos y cuestionamientos frente a ello, decide obedecer órdenes y toma una decisión radical… “darle” al público lo que quiere. Esta es la ficción detrás del primer suicidio televisado.
Los medios de comunicación mal empleados, las redes sociales, por ejemplo, ahora son abyectos y escabrosos nidos de buitres en busca de carroña escandalosa. Un síntoma del entorno apático, decadente y cínico habitado por seres dopados, cuya sensibilidad deformada permanece en letargo ante los eventuales absurdos de lo que consideramos vida.
El espectáculo de la sangre y la miseria se desdibuja –simple y a la venta- en paralelo con el “progreso” humano durante su larga, diría enferma, simbiosis con la tecnología. Un resultado de esto es la ambigua labor de aquellos que osan llamarse periodistas, pero me refiero a esos parásitos del copiar y pegar en la universidad, que explotan lo azaroso del mundo sin un ínfimo atisbo de criterio crítico. Sé que esto adquiere un tono fatalista, no obstante sería peor si negamos la existencia de tal problema; es necesario detenernos un momento, obviamente para reflexionar sobre cómo percibimos las noticias o cualquier mensaje que pretenden transmitirnos por Internet u otros lados. En otras palabras, no todo es entretenimiento vacuo, investiguen qué carajos están consumiendo. Recuerden, hasta los gobiernos tienen como bandera la desinformación.
Ahora, del panorama general pasemos al individuo alienado por ello. Abrumado y sofocado, cuestiona las acciones de una sociedad que avala tal despropósito, aunque abatido por los argumentos complacientes o falacias del corrompido sistema. Donde el trastorno depresivo es quizás la única forma de consciencia, la voz que le grita al galimatías de la real infección. La única enfermedad es la endeble moralidad, condenando lo que en verdad requiere nuestro mundo interior y ofrece como única opción, al tormento de nuestras cabezas, un balazo, y Christine Chubbuck la tomó.
Entre sus estados difusos de ánimo, ella tenía la certeza de hacer lo correcto. Como todos, quería expresarse contra lo que estaba mal, sin embargo al final su frágil identidad terminó de romperse y abandona –con justa razón– el cáncer social de una Norteamérica igual de confundida. Eran los 70 y el amarillismo en la televisión era dicho síntoma gateando, hoy en día se chupa los dedos del suculento morbo transmedia.
Cuando hablamos de la película dirigida con solvencia e ingenio por Antonio Campos, no solo debo aplaudir la construcción, recorrido y tratamiento en su retrato de Christine –una impecable Rebecca Hall– hasta su declive emocional, también es menester destacar su contundencia al abordar el tema ya descrito. Además de presentar con dignidad a un ser tridimensional, con acciones o decisiones acordes a la situación y teniendo en cuenta su condición, Campos disecciona de forma crítica el quehacer del periodismo con naturalidad, bajo la mirada de su protagonista.
Nos involucramos con esta mujer en su intimidad, sus recovecos; a la vez que contemplamos el antaño de la maquinaria televisiva, la cual no ha variado demasiado. Todo es plasmado tal cual y se espera que saquemos nuestras conclusiones, pero en su cuidado y sutil armazón, el consenso unánime es muy posible. Evita volverse un panfleto efectista y es de agradecer. Una visión nihilista de solidas piezas, con un sustento existencial crucial.
Es aguda y punzante en su fluida narración clásica, fascinante aun más como recreación histórica. Perfectamente estaría en una doble función junto a Network de Sidney Lumet, cuyo legendario y delicioso guión de Paddy Chayefky, tomó inspiración del suceso de Christine en su tiempo.
Entonces… es una obra necesaria. Plantea preguntas y ofrece sus respuestas, ya depende de ti tomarlas o no. Comunica en profundidad y exhibe esa claridad tan urgente en la actualidad, expuesta al principio. Todo esto es jodido, pero el primer paso, al menos considerarlo, es aceptar la culpa de ambos lados y salir del pasivo autoengaño. Ignoro el resultado, solo espero que si encuentran respuestas, sean suyas y no de otros.
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