Netflix financia -o distribuye- largometrajes con premisas siempre interesantes en todos los géneros y modos, al igual que favorece el regreso de realizadores consagrados con una mirada de autor y aun capaces de proponer más aristas, o explorar nuevos matices en los temas constantes de sus filmografías. De aquí quiero destacar tres ejemplos logrados de ciencia ficción con tratamientos realmente dignos: Mute, de Duncan Jones; ¿What happened with Monday?, de Tommy Wirkola; y la que nos concierne, Anon, de Andrew Niccol; cada una con su propio lenguaje y donde sus creadores se permiten ahondar en las situaciones e ideas universales sobre el panorama humano mediante unas ejecuciones convencionales, pero que surgen de su genuino deseo por retomar las formas narrativas clásicas con un toque personal, en lugar de solo seguir las exigencias represivas de una Major.
El más reciente trabajo de Niccol nos ubica en un futuro donde la única manera de enfrentar la criminalidad es eliminando la privacidad; un sacrificio “necesario” para el bien del status quo de aquel gobierno y su seguridad. Para ello crean Éter, un sistema interconectado e instalado en cada mente de los ciudadanos que capta, intercambia y almacena acciones, recuerdos y demás datos personales, a su vez permitiendo a las autoridades una vigilancia permanente e incentiva al usuario a censurar su comportamiento, en otras palabras, el fundamento para el condicionamiento distópico de toda la vida. En todo esto se ve envuelto el detective Sal Frieland, de la fuerza de policía especializada en esa red y cuya rutina investigativa, entre casos previsibles al tener registrados a los culpables generalmente, se ve trastocada por una serie de asesinatos que podrían evidenciar las fallas o agujeros no solo en esa tecnología, sino de la sociedad o las políticas que lo avalan, y la principal sospechosa es una hacker anónima capaz de manipular y borrar datos, e incluso memorias. Sin embargo, a medida que Sal cree acercarse a su presunta e invisible homicida, todo se torna realmente difuso, tanto que en algún momento cuestiona el ambiente en que se mueve, su funcionamiento y también su propio interior. Aquí la intimidad dejó de ser intrínseca, o inherente al ser.
Aunque discreta dentro de su envoltorio de thriller policiaco, con claros trazos o referencias estéticas del Film Noir en la cinematografía y en la caracterización de sus personajes, es envolvente y fascinante al guiarnos por la acostumbrada y minuciosa cavilación de su director en los profundos dilemas humanos ante un porvenir hostil, mostrando al individuo alienado por el progreso tecnológico que en realidad estanca su endeble identidad y mantiene en letargo su discernimiento. El ser, todavía inmerso en la incertidumbre, está a la deriva en un entorno que disfraza las contradicciones sociales y existenciales.
En el cine de Niccol, ya sea en sus obras de confort en la ciencia-ficción como In Time, o en cambios de registro a dramas introspectivos en Lord of War o Good Kill, observamos a protagonistas afligidos o presionados por un mundo que impide la culminación de sus anhelos, intentando afrontar sus pérdidas y luchando por preservar lo esencial en ellos, aunque con resultados no siempre alentadores. Ahora en Anon, continúa con esa y otras inquietudes cuando decide navegar por el más frágil santuario humano, la memoria.
La cinta es relevante al indagar, de forma algo directa y sin grandilocuencias, en una humanidad aun más expuesta y deformada, intercambiable. Nuestra mente como sistema operativo natural puede ser intervenida o alterada, y aunque tal concepto se ha escudriñado con mayor complejidad en otras producciones como Ghost in the Shell, de Mamoru Oshii, acá es bien plasmado y se desenvuelve con fluidez, tomándose su tiempo. Este desolador horizonte encaja muy bien en las mencionadas condiciones del cine negro, pues transmite la agonía y el pesimismo de su sociedad, la corrupción ética o moral de las autoridades, la conformidad de los usuarios y la desesperanza en los estoicos, trágicos y contenidos protagonistas, cargando siempre con la duda y el temor de si lo que ven, perciben, imaginan, recuerdan o proyectan es suyo, real, o tal vez en verdad olvidaron quienes eran y solo les queda un colage fragmentado y con piezas superpuestas que por fin materializan su autoengaño. La confrontación y la honestidad propia son igual de etéreas que las memorias modificadas.
Detrás de este relato arquetípico sobre atrapar al antagonista de turno que amenaza el orden establecido, Niccol se preocupa por el manejo de sus melancólicos seres, incapaces de regresar al pasado, sin poder avanzar y peleando en su difuso presente para proteger lo único que poseen, si es verdadero lo que tienen, pues se habituaron a sus mascaras.
Además del proceso de estos individuos ahogados en el tedio y con las miradas carentes de empatía en su dispersa sensibilidad, la elegante dirección de su creador, habitual en él, presta mucha atención a la composición visual para potenciar la psicología de los mismos, entre un juego de claroscuros y sombras. Puede ser gratificante degustar cada secuencia, escena o toma. Es sutil, accesible y algo predecible el uso de sus conceptos, no obstante posee cierto nivel de agradecida ambigüedad.
Por lo anterior, las interpretaciones de Clive Owen o Amanda Seyfried, junto al óptimo elenco actoral, son funcionales para este drama distante, en el buen sentido, que si bien no es renovador, al menos no miente y es fiel a sí mismo con los elementos y efectismos que maneja. No es la pieza más completa de Andrew Niccol, y quizá debió ser más agudo o atrevido en su labor, pero consigue transmitir su preocupación, u obsesión diría yo, por los densos trayectos, las truncadas motivaciones y las cruciales disyuntivas en la siempre cambiante condición humana.
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