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De la soledad y la sospecha

El chofer me devolvió 200 pesos después de recibirme con su rostro resignado, indiferente y cortés un billete de 2000, en el siglo XXI la cara de Santander nos indica acceso al transporte público.

El vehículo anaranjado y ruidoso se encuentra casi sin pasajeros, sí, todos fuimos raptados de la cama por cumplir con el horario del hombre moderno, las horas de jornada obligatorias sostienen la libertad, sí, esa que prometía Santander, ésa, la de hace dos siglos… La silla se encuentra cómoda y una suerte de reflujo gastroesofágico me recuerda que no he desayunado, no por escasez de recursos sino por la calma onírica que el reloj espantó a las 5:30, me venció finalmente a las 6:06 y el desayuno se quedó esperando. En fin, encuentro el asiento cómodo casi en la cola de la ruta, me siento de espectador. Los pasajeros somos un público en lo posible cómodo que ve desfilar temprano la urbe y los movimientos de sus pobladores: Pereira amanece gris y fría, sus pereiranos por ahora taciturnos y adormilados, en el teatro móvil. Foucault trataría de explicar a esos cuerpos sosegados, criados y formados sutil y violentamente para ser lo que intentan ser: Ni criminales, locos, sexualmente cuestionables, sin las obligaciones culturales del hombre recto y civilizado-burgués; ser alguien tranquilo, ser de utilidad, moldeado tal cual lo han querido los intereses erigidos a lo largo de la historia. Y es que la represión es tan liviana y cómoda que es una rareza anacrónica la desobediencia (¿el consenso global neoliberal?), o una enfermedad que se calma con un barbitúrico en un papelito de difícil legibilidad al salir del consultorio del psiquiatra.

Pareciera que marcara en cada edificio las cavilaciones, necesarias para la paciencia, a mí también me diagnosticaron un trastorno de naturaleza ansiosa, entonces se supone no es mi culpa que pensara tanto y preocupadamente con lo que me encuentro. El mundo es normal, es así todos los días como se ve en la ventana: Iglesias, casas, almacenes, parques, hospitales, centros de comercio, bares, instituciones educativas, edificios, incólumes y saturados de vivencias, montañas a la distancia en donde se esconden ciudades iguales, vehículos, semáforos, cuadrículas que ordenan el casco urbano, otros buses anaranjados que cargan otro indecible número de preocupaciones penosas o estúpidas, deseos, elegías, peripecias anónimas e irrelevantes al movimiento del universo, del bus que no se detendrá por eso y nos sacude de cuando en cuando para despertarnos y volver de nuevo al objetivo del día, la utilidad y la eficiencia no toleran reflexión, es el sosiego occidental. A excepción de este momento, en los que se ve el sujeto en la obligación de quejarse, de percibir la ignominia, de estar sentado y desplazarse a la vez mientras en ese lapso introspectivo conversa sinceramente para no soslayar más su opresión.

Entonces, pasan los pasajeros a ver la escena de un carro abaleado para sentir el entretenimiento que es la violencia; tome nota, si se quiere entretener solo excite la animalidad, el ser humano también tiene instintos a los que no se resiste, aproveche ese saber a su interés, utilícelo en televisión y pantallas varias. La angustia puede residir en una consideración así, como también en una semana en donde la ahora perceptible pesadez los quehaceres cotidianos referidos, laborales o académicos; las desventuras de los líquidos y el flagelo del amor han corroído la animosidad. Lo que es común de ello es que andar de pasajero puede ocasionar esa soledad peligrosa en la que los juicios deconstruyen, y las demoliciones son violentas, dolorosas, nostálgicas, abrumadoras, pero renovantes; en solitario se da la situación propicia para hallar la clave que libera de la atadura (más eficaz y poderosa entre más abstracta-ideológica sea que físico-férrea) que que hasta entonces se consideraba natural; a la reflexión se le puede encontrar en la falta de comunicación, sin una pantalla y presto a escuchar ese malestar que se evita cuando se evita estar solo, ese malestar al que se puede encarar para liberarse, hacer nada sino observar la gran obra cotidiana, reírse, criticarla, llorar; estoy solo, huraño; mirando por la ventana de un bus, o acostado mirando la blancura muda del cielorraso; en silencio; estoy solo, luego pienso; termina el efecto anestésico, vienen los dolorosos síntomas de lo que se presenta absurdo, opresivo y desagradable de la realidad, duele y se entabla el arduo combate con las construcciones de la propia personalidad que legitiman lo que constriñe y producen tal dolor, para liberarse del mismo, buscar pues la raíz de la discordia, aprendiendo a despojar a las cosas del valor impuesto, lo que se ha impuesto por estructuras que ocultan su arcano interés, de las que no sospechamos su coacción y sujeción ¿Basta pues un rato en soledad, no-comunicación tan difícil a la primera década del siglo XXI?. No hace tal acción que cambie el rumbo de los órdenes esperados, al menos de inmediato, pero contra la sensación de la roca de Sísifo que hoy cae rápida y terrible no siento así analgésico moderno.

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