A Beatriz la conocí siendo apenas un niño. Llegaba diario a casa, a eso de las 7:00 am; entraba al cuarto del servicio y se vestía con el uniforme que mis padres le hacían llevar; yo la espiaba por la puerta entreabierta mientras lo hacía y en ocasiones, por la pequeña ventana cuando aseguraba la puerta; me las arreglaba para no ser visto por ella y me aseguraba de verla siempre. Tenía unos delicados senos muy firmes, medianos y de aureola grande, un tatuaje entre los hoyitos de la espalda baja que decía “siempre lista“. Con el tiempo, mientras mi deseo se organizaba en mi entrepierna, los sentí amenazantes —sus senos y sus hoyitos con la leyenda en medio— y más provocadores que antes.
Me gustaba mucho cuando me servía el desayuno o el almuerzo; al agacharse a dejar los platos sobre el comedor me sonreía y me acariciaba con dulzura la cabeza, y yo me levantaba un poco de la silla para alcanzar a verle los pezones; ella nunca usaba sostén con el uniforme, quizá pensaba que con el delantal encima no se notarían o tal vez su intención era mostrarlos, sentir el roce de la tela sobre su piel. Eso le daba a Beatríz un aire libertino que yo desconocía, era demasiado chico para saberlo, pero, supongo que así era; ahora, con nostalgia, la pienso como una universitaria alocada, que cada fin de semana después de clase sagradamente se echaba un polvo.
Mientras se cambiaba, a menudo se acariciaba las nalgas, al aire, con esa pequeña tela que era su tanga perdiéndose entre ellas; aquella imagen aún me moja la verga con violencia. En el cuartito del servicio Beatríz se giraba de un lado a otro, detallando sus caderas, su abdomen firme; se alzaba un poco graciosamente tratando de ver en el espejo su lindo culo.
A la edad de quince años no pude aguantarme las ganas y entré al pequeño cuarto antes que se pusiera el vestido. No alcanzó a darse vuelta cuando la tomé de sus senos, quería sentir su textura, la suavidad de su piel, el olor de su cabello rizado. Beatríz no dijo ni una palabra, se quedó ahí, parada frente al espejo mirándome en el reflejo completamente desorientado. Mi verga le rosaba las nalgas y el lubricante goteaba entre su hendidura; entonces, ella sonrió y se arqueó un poco dándole mayor alcance a mi verga entre ellas. Y justo cuando iba a dejar salir unas palabras por su carnosa boca, me despertaba eyaculando, sudando y agitado por aquella imagen de ensueño.
El sueño no pasaba de ahí, se perdía en el silencio de aquella bella mujer.
Desde que la comencé a soñar en el orfanato pensé en darle un nombre, al cabo de los años la llamé Beatríz, así tenía la sensación de que la conocía; le di un oficio, hice de ese sueño una historia que me acompaña en la soledad.
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