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Un ladrón idílico // Crónica

Editado por: Leo Hernández

 

Sólo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades, sus obsesiones, sus cercanías (…)

Soumission – Michel Houellebecq

Sobre el segundo andamio de la tercera estantería en la sección de literatura de la biblioteca de la Universidad de Manizales, se alberga un ejemplar de la primera y única edición de La Casa Rosada cuyo progenitor es Orlando Mejía Rivera. En febrero cumplió 15 años de yacer inerme en ese rincón polvoroso. Su portada ya no luce el lustro de otrora: los colores rollizos y vino tinto desleído, contrastan con el blanco oxidado del fondo; las puntas están desgastadas y su lomo es una espalda encorvada que carga sobre sí el peso del olvido. A pesar de los años relegado a la descomposición lenta, hoy es su último día en este lugar. Hoy una mano externa le sacará del encierro de la biblioteca. Hoy será leído y contemplado de nuevo.

***

Sebastián está recostado sobre la columna en forma de cilindro que está frente a la biblioteca. La tarde dibuja tras él crepusculares colores sobre la bóveda celestial. Son las 5:00 de la tarde y él lleva allí unos 15 minutos. Observarle es como recabar en los hondos recuerdos de infancia cuando dibujábamos las formas de los cuerpos humanos con simpleza: el cráneo es un círculo; del tronco, que inicia en la mitad del círculo, se desprenden un par de bifurcaciones las cuales hacen las veces de manos y piernas. Sebastián no es más que un garabato.

Mira el reloj una vez más, ya han pasado quince minutos desde la última ocasión que le miró. Sólo queda aguardar treinta minutos más. Según él, las seis de la tarde, es la hora en la cual hay mayor flujo de entradas y salidas en la biblioteca. Resulta curioso que tenga tamaña consciencia de las dinámicas de la biblioteca que visita por primera vez.

Ya es hora de entrar: Sebastián saca de su amarillenta mochila arahuaca, un suéter de color marrón. Lo desdobla lentamente. Retira el cierre y lo pone sobre su cuerpo; cubre la camisa azul con punticos blancos. Pasa su mano derecha por el cabello que es de un negro pétreo pero reluciente y que parece con vida propia, pues cada capilaridad apunta en una dirección diferente. El blanco barniz de sus lentes de plástico reluce al encontrarse frente a la puerta de cristal de la biblioteca. Pasa la lengua por sus labios apretados, como si observarse con placer digestivo una suculenta merienda y sus ojos chispean. La vigilante saluda. Él pone un pie dentro del lugar.

El aire acondicionado del recinto le hace estornudar. La biblioteca de la Universidad de Manizales es una plaza amplia con un aroma a limpieza donde varios módulos de estudios individuales, todos con sillas policromas al lado, se yerguen sobre la planicie; en el panorama hay, además, unas 50 estanterías de metal rojo dentro de los cuales se albergan 300 mil ejemplares de diferentes áreas del conocimiento. Sebastián reluce bajo la luz séptica de la estancia. Sus pasos rechinan al caminar, lo hace con aire pausado sobre las baldosas impolutas. Llega hasta un computador ubicado sobre la pared del costado derecho, justo al lado de un salón cuyas paredes están hechas de cristal. En el buscador del registro de la biblioteca digita “La Casa Rosada”. Aguarda unos milisegundos y allí está. “No lo puedo creer, sí está aquí” musita para sí, mientras anota rápidamente la signatura topográfica del libro: 86344/M516. Sonríe.

Él llegó a esta biblioteca por recomendación de un amigo estudios, quien ya había venido al lugar a consultar algunos libros. Este estudiante de tercer semestre de Antropología de la Universidad de Caldas es, según la definición de la RAE, un bibliófilo, es decir: una persona amante a los libros. Como él lo dice sin mayores deseos prepotentes “yo podré ser desatento en clase y en las conversaciones; pero albergo en mí una pasión casi sexual por los libros. Son mi fetiche”. Salgado Benítez son sus apellidos; ambos son de su madre, quien fue su “creadora y criadora”, de esta forma lo explica él. Ella fue la encargada de sumergirlo de cabeza en las turbias aguas de la lectura y del amor por ese “paralelepípedo rectangular construido con papel, cartón y tinta” como lo describe el escritor colombiano Santiago Gamboa en voz de su personaje Esteban. Hoy Sebastián podrá taimar un poco esa sed insaciable por los libros.

Sus pasos se dirigen fugaces e insoportablemente rechinantes hacia José, uno de los monitores de la biblioteca. Le hace una pregunta simple “¿Dónde queda la sección de literatura?”. José, con su marcado acento de la costa caribe le responde “Allá, chico” y señala con el dedo índice de su mano izquierda hacia el rincón opuesto al cual están. Sebastián agradece y enfila su cuerpo hacia esas cinco estanterías enmohecidas que conforman la exigua colección de literatura de la biblioteca. Mientras camina, observa de nuevo la hora en su reloj. Ya son las 6:05 de la tarde; está a una hora de su cita con Camilo, su pareja. Por esa razón apresura la búsqueda.

820: literatura inglesa. 840: literatura francesa. Aquí termina la primera estantería. Se le hace inevitable no detenerse en la colección de la editorial Bruguera la cual editó, en un vivo rojo y dorado, algunos títulos de la “literatura universal”; allí están Dumas padre e hijo, Verne, Yourcenar, Flaubert, entre otros. Sebastián desliza sus dedos lentamente por los lomos de los libros; está completamente absorto: su mirada nada entre portadas, sus dedos acarician los materiales y su nariz se colma de ese aroma dulzón, vivificante pero con cierto rumor a ácaros, de los libros viejos.

850: literatura italiana. 860: literatura española. “Debe estar en esta parte” afirma. Entonces inicia un rápido pero consciente viaje por la estantería. Pasa por Boecio, Alighieri; roza a Carlos Fuentes, a García Márquez y a Bioy Casares. Se detiene en Borges, de él hay tan solo dos textos: Ficciones y una compilación de la editorial Universidad de Antioquia. Está cerca. 863: Pensamientos de guerra; la segunda novela de Orlando Mejía Rivera y junto a ella La Casa Rosada.

La Casa Rosada  fue ganadora de primer concurso de novela Icfes Centro Occidente, en 1996. Se publicó por primera y última vez durante agosto de 1997 en una tirada de 1000 ejemplares. En sí misma es una novela complicada de hallar, pues ninguna editorial, ni siquiera, la de la Universidad de Caldas, casa habitual del escritor, se ha aventurado a reditarla. Sebastián no conocía a nadie quien la tuviese y él la quería poseer, la quería leer, pues Mejía Rivera se había transformado en uno de sus autores habituales. “Él es mi más asiduo lector. Sé que yo debería leerlo, pero con sus textos siento que él es quien me lee el alma a mí”, asevera mientras recorre con la yema de sus dedos la desleída portada. Después de ochos años de infame confinamiento, este libro tiene un lector.

Sebastián pone el libro dentro de su mochila. Lo cubre cautelosamente con una carpeta y, para mayor seguridad, retira el suéter de su cuerpo para cubrirle. Camina sigiloso, pero lleno de naturalidad. Sigue su camino hasta la puerta donde está parada Lina María Luckás, la vigilante de turno. Con el desparpajo más profundo, enseña su mochila para ser revisada.

  • Buenas tardes, joven- Dice la vigilante Luckás.
  • Hola, buena tarde- responde Sebastián.

Debido al flujo conste de requisas, la mujer no hace mayores indagaciones y lo deja pasar. Sebastián exhibe una amplia sonrisa. “Hasta luego” dice y pone sus pasos de camino a la salida más próxima; ésa que está junto a la cafetería bajo las escaleras.

“No lo puedo creer. Por fin tengo este libro; esto me sobrepasa” comenta. La emoción vibra en cada sílaba que pronuncia; su escuálida figura se mece bajo los influjos de tan ferviente felicidad. “Hace tres años fue mi primer hurto. Tenía no más de 15 años, pero en realidad quería esa edición de Cambio de piel de Fuentes. Desde ese día me propuse la posibilidad de hurtar bibliotecas, pero sólo los libros que no hayan sido prestados en los últimos tres años. Por lo general para ese tiempo ya los han olvidado” explica Sebastián una vez está sentado en la ruta que lo llevará hacia El Cable, donde se encontrará con Camilo. También cuenta que jamás ha robado, ni piensa robar en una librería, le resulta un acto atroz y reprobable.

Sebastián, el ladrón idílico de libros viejos, también es un romántico, pues ahora mismo, a la par que la buseta da saltos bestiales por toda la Avenida Santander, saca una bolsa de regalo de su mochila que parece sin fondo; también saca el libro. Le quita la tira de papel con la signatura topográfica impresa sobre él, le retira el plástico azul de la parte inferior del lomo y la tabla de papel amarillento donde estaban puestas las tres fechas de préstamo, cada una en un color de tinta diferente: marzo 16 del 2001, julio 21 del 2003 y 26 de septiembre del 2007. Retira todo signo que lo asocie con “El centro de biblioteca e información de la Universidad de Manizales”, le quita todo, salvo un sello azul que hace 15 años se plasmó sobre el costado derecho del libro, donde reza con letras menudas “Universidad de Manizales”. Sebastián pone, con ascética devoción, el libro dentro de la reluciente bolsa, le agrega una carta tipografiada en máquina de escribir que inicia con una lacónico “Hola, Camilo” y sella todo con trozo de cita adhesiva

El ladrón guarda su botín dentro de la mochila. Le dice al conductor “Déjame aquí, por favor”. Se detiene justo en la esquina de Juan Valdez. Ya es de noche. El frío típico de Manizales domina la calle; la neblina hace volutas en torno a las lámparas de los postes. Allá, a lo lejos, se ve la esbelta figura de Camilo. Hoy es su aniversario número tres y Sebastián le regalará lo más sincero que puede: un libro robado, una carta llena de poesías de media noche y un beso tibio para esta gélida velada.

***

Sobre el segundo andamio de la tercera estantería en la sección de literatura de la biblioteca de la Universidad de Manizales hay un espacio de unos cuantos centímetros de ancho.  Allí, hace algún tiempo, yacía empolvado un ejemplar de la primera y única edición de La Casa Rosada del autor bogotano Orlando Mejía Rivera. Varias semanas han trascurrido desde su desaparición, nadie se ha percatado de su ausencia; seguro pasará a engrosar la lista de libros perdidos que ya va por el orden de los mil. 15 años estuvo allí, casi que en el miso lugar. Ahora convive entre el enmarañado montón de libros de un par de núbiles enamorados quienes quieren construir juntos una biblioteca. Ahora es una joya, antes no era más que comida para el moho.

Si me preguntan dónde estoy, siempre respondo lo mismo: perdido entre las afluentes de palabras de tinta y almas papel. Si me cuestionan acerca de quién soy, nunca sé; pero sí sé quién no soy: alguien que sabe quién es. Palabras más, palabras menos soy quien menos espero y espera. ¿Bibliófilo? ¿mamerto? ¿monocromo que se cree caleidoscopio? ¿borgiano por gusto y barroco por omisión? ¿gricoquimbayista? ¿melómano de tres canciones? ¿anacrónico cliché? ¿premoderno del posmodernismo? Juzgue usted.

mateoortizgiraldo96@gmail.com

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