Un Cuento Triste
Mariela tiene tantos años que ya ni recuerda si nació o se la inventaron; cuando las calles no se llamaban de esa manera, cuando esta ciudad apenas se formaba como un caserío con ganas de ser grande. En su rostro, en su cuerpo, Mariela ha visto cómo las arrugas se cortan una sobre otra y en todos sus años nunca pensó que le llegaría la hora de ajustar el tiempo, ese mismo que se la ha ido todos los días de su vida entre unas manos pequeñas, suaves y gastadas de lavar ropa ajena y de tender manteles cada día.
Mariela no perdería una misa dominical ni aunque le pagaran por ello, donde sea que las 6 de la tarde le alcancen recorriendo las calles de una ciudad que no entiende. No lleva reloj, todo el tiempo pregunta “¿Ya son las seis?”, siempre cree que ya es domingo.
Cuando es domingo y llega a la iglesia, postrada sobre sus rodillas le reza a un altísimo que parece haberla olvidado. Implora por más tiempo para no perderse las misas, por más días, más fuerza y más ganas de vivir para no caer ante la idea insidiosa de un eterno sueño.
– ¿Cómo estuvo la misa, tía? Pregunta -su única familiar- una sobrina que ni la tía sabe de dónde salió.
– Buena, mijita. El padre es un ángel del Señor. Pero como todos los días, esos niños de hoy no respetan, se la
pasan hablando y riéndose por todas partes, corriendo y brincando por todo el templo. Un día de estos le diré al
padre, le diré que los reprenda.
Mariela nunca tuvo hijos, por eso quiere ajuiciar a los niños que brincan y se portan mal en la iglesia; si pudiera y si tuviera la fuerza en sus brazos viejos y cansados, los cogería a todos y les daría una buena “pela con pringamoza”, dice. Pero no tiene alientos, y no tiene a quien reprender de cualquier manera, más que a sí misma, por los años gastados y por las eternas caminatas solitarias en medio de mucha gente afanada, el ruido de los carros, el smog de las busetas que pasan por la carrera 5ª, por el peso que lleva en sus bolsas de plástico en las que guarda lo poco que consigue para comer a diario. Cuando llega a casa cada noche, se pregunta si al cerrar sus ojos apagados, secos, sin brillo, será capaz de abrirlos a la mañana siguiente.
Mariela cada día lo termina empezando de nuevo, recorre la ciudad y ve cómo “lo moderno se la está tragando de a poquitos, ya no es un caserío, ya no sé lo que es. Es una locura porque la juventud está perdida, y tantos carros y tanta gente”.
Pero la perdida es ella, en su cansancio, en su soledad, en la constante búsqueda de un domingo que la salve. Sus pasos cadenciosos y sin afán de llegar a alguna parte la llevan en un viaje dentro de su memoria donde mezcla los recuerdos de otras épocas doradas, los recuerdos de su juventud, “cuando era joven y no esta vieja que se irá a descansar en paz con Dios”.
Así le han resultado a Mariela todos sus años, sin risas, lamentando sus días, llorando sola en sus noches, lavando y tendiendo los manteles de otros, de vez en cuando estrenando uno que tal vez nunca reclamaron, huyendo de la enfermedad y la pobreza…Así le han resultado a Mariela todos sus años; tantos, que ni sabe cuántos son, “pero faltan muchos, todavía me faltan muchos”.