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Saxofón y una lírica insurrecta


La locura es un elemento del cual los humanos no podemos escapar, estamos condenados a ella como si fuese parte de nuestro material genético. Existen locos que se atan a la realidad y venden la imagen de ser cuerdos, de ser seres que la vida no despierta en ellos el más mínimo interés, pues la monotonía, ese bulto gris que a cuestas llevan, los pone contra el paredón, de espaldas a lo que ocurre más allá del muro.

Hay algunos locos, los que no visten la cordura como disfraz, los que adoptan la poesía de lo irreal como filosofía vida; estos son los locos geniales, de ellos se trata ese texto.

Al final de la segunda guerra mundial, la sociedad estadounidense se sumergió hasta las narices en un pozo de fango oscuro, no podían observar algo que no fuese el odio por sus enemigos y el orgullo que producía en ellos el hecho de haber capitulado la guerra. Los jóvenes de esta época crecieron creyendo en héroes alados que sobrevolaban la ciudad en sus aviones, fueron educados en el desprecio por todo aquel que confiase en un sistema anti-capitalista, en pocas cuentas, su visión del mundo estaba limitada por una cerca bélica. Resulta curioso, como a pesar de este ambiente tan denso, nació de allí el grupo de poetas más grandes que la sociedad norteamericana ha tenido: Los niños del Beat, los amantes líricos de las noches del blues, los bailarines de las cuevas del Jazz, los dioses del Harlem…

Corría el año 1927, cuando una menuda dama puso un farol en el firmamento, una pequeña mancha luminosa, que con el tiempo sería un astro que acompañaría a sus predecesores y una estrella guía para sus seguidores. Esta mujer tenía una mariposa en su cerebro, una con alas coloridas que pasó a alojarse en el alma de su hijo; fue gracias a esta célula de locura que su madre puso en él, que logró saborear la poesía alumbrada por el Jazz de media noche. Allen Ginsberg, el aullador, el eterno enamorado de los bostezos divinos, de los cigarrillos que se consumen sobre la mesa de cualquier bar sórdido de Nueva York, aquel, que en compañía de sus “hipsters cabeza de ángel”, llevarían a las epopeyas modernas a un éxtasis inundado del humo de las drogas y gritos de saxofón. Él nació para no morir nunca, pues quedó alojado en un pliegue de la eternidad, en una parte de la historia que ahora podemos contar sonriendo y llorando.

La poesía es un vehículo de sentimientos donde viajan sueños y esperanzas, viajan demonios y ángeles, soluciones y problemas. Esta carrosa ha sido tripulada por miles de hombres alrededor de la historia, constituyendo de esta forma su estructura, su valor literario y su importancia para el arte. Para la década de los 50s existía un compendio de reglas que normaba la forma de crear la lírica, pero esta leyes fueron bellamente rotas por un grupo de soñadores que buscaban ponerle una cabeza más a la hidra, cargar otra quimera sobre la espalda, revolucionar su vida con una forma nueva de arte que mezclaba las letras, las hacía bailar al ritmo del beat del Jazz y el blues.

Artistas como Carl Solomon, Neal Cassady, Jack Kerouac y William S. Borroughs, en compañía de Allen Ginsberg, fueron los encargados de llevar sus flores narcóticas al campo santo donde la antigua métrica, ya destruía por Walt Whitman, yacía muerta, con sus ojos de anciana cerrados, observando desde una celda extracorpórea como su féretro era día tras día olvidado. Libros tan ilustrativos como On the Road, de Kerauac o Howl de Gingsber, dibujan con trazos fuertes la historia de toda una generación, con sus problemas, con sus excesos, con sus miedos, con su gloria y con su éxito que buscó diluirse en lo polémico, pues, para aquel tiempo (incluso hoy) resultaba escandalizador gritar a los cuatro vientos que no se le teme al juicio moral de esa sociedad amañada en contradicciones y vicios, de vociferar que amar a quien se quisiese no era un problema de los dioses, sino un placer de los hombres; ellos, con palabras que florecían en sus cráneos, mostraban al mundo que la locura era un acto de amor, de pasión, de comunión con el alma… pues sólo se le está permitido ver a los ojos de la diosa a quien encuentre en sí mismo el poder de crear.

Hay que abrir las manos para tocar y cerrar los ojos para sentir y así dilucidar la vida. Debemos crear nuestra propia libertad y revolución tal como ellos hicieron: agarrar fuerte la poesía y el saxofón, caminar por el mundo, conocerle, conocernos y quizás así romper las cadenas que Morfeo creó, despertar del letargo para ser insurrectos.

Si me preguntan dónde estoy, siempre respondo lo mismo: perdido entre las afluentes de palabras de tinta y almas papel. Si me cuestionan acerca de quién soy, nunca sé; pero sí sé quién no soy: alguien que sabe quién es. Palabras más, palabras menos soy quien menos espero y espera. ¿Bibliófilo? ¿mamerto? ¿monocromo que se cree caleidoscopio? ¿borgiano por gusto y barroco por omisión? ¿gricoquimbayista? ¿melómano de tres canciones? ¿anacrónico cliché? ¿premoderno del posmodernismo? Juzgue usted.

mateoortizgiraldo96@gmail.com

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