Pesadillas
A: Narcisse Valencia
Cuando el día ya ha recorrido más de la mitad de su camino en medio de labriegos y costales de café, un lamento casi mudo desciende de los montes y se suspende temporalmente sobre los aires cálidos de los andes, envuelve brevemente los pueblos y se sublima. Es un último quejido que la tarde lanza sobre el viento cuando agoniza y cae tendida y apagada a los pies de la noche, es un quejido taciturno arrastrado por una corriente fría de aire intensa, -como las brasas del fuego oscuro de la soledad- es un lamento pavoroso que entierra los colores del día.
Se desangran lentamente los atardeceres en las terrazas y en los pasillos lúgubres de mi aposento, se desvanece la luz blanca para tornarse todo en oscuridad profunda y melancólica.
Hace ya tiempo indefinido que mi mente no consigue el descanso sosegado sobre hermosos sueños impregnados de verdes colinas y cristalinos manantiales; hace ya bastante tiempo, tanto que ni recuerdo, que las imágenes plasmadas al cerrar mis ojos no están adornadas de cinturones de estrellas, ni de brisas dulces que humedezcan los jardines celestiales recónditos en el fondo del cielo. Hace tiempo que no sueño, hace tiempo que mis fantasías nocturnas se convirtieron en infiernos, ocultos bajo un velo gris que destila sangre negra que cae a la superficie y la tierra las absorbe junto con todas mis lágrimas espesas y amargas. Así germinan desde el fondo, flores negras con espinas y también yedras oscuras y punzantes que buscan atraparme en un abrazo para llevarme a las profundidades, ya no existe descanso, sólo el correr y la intranquilidad hasta que mis ojos abran puerta a la realidad y que los rayos blancos de la mañana me iluminen la cara.