La rompe corazones
Imagen de portada: Obra perteneciente a Jeroen Buitenman
Escrito por: Andrés Galeano
Los hechos sucedieron de la siguiente manera: él estaba solo. Ella estaba sola. Él estaba cansado de que otras chicas le rompieran el corazón, ella estaba cansada de romperlos. Cierto día él y ella se conocieron, y enseguida, convirtieron las camas, ajenas y propias, en pretextos para volar. Por un par de meses fueron felices, ella amaba en él la libertad que le daba, él amaba en ella el tesoro oculto entre sus piernas. Ambos aprendieron a quererse, incluso, aprendieron a intercambiar sus demonios y fantasmas. Pero un buen día todo esto acabó, él había cometido el error de enamorarse y ahora la quería sólo y exclusivamente para él, tal y como dice la canción: “veinticinco horas al día vida mía, ocho días a la semana si te da la gana”, y ella, sin pensarlo dos veces, lo mandó al carajo.
Tras romper ambos siguieron sus respectivos caminos. Ella lo olvidó enseguida, y libre de nuevo siguió conquistando a cuanto chico se cruzara en su camino y la invitara a un granizado de café o a un par de polas en el Pavo o en la luna. Él en cambio no pudo olvidarla tan fácilmente, sus días y sus noches se volvieron un martirio, y por más que intentó reemplazarla por otras chicas, incluso más rubias y más guapas, no lo consiguió. Él no sólo se había enamorado de sus piernas, también se había enamorado de su alma, de todo lo que era ella a solas en el mundo, de su risa, de sus besos y hasta de su horrible forma de cantar. Él llegó a amarla y llegó a odiarse también por no haberla conquistado lo suficiente. Por eso decidió matarla, borrarla del mapa e impedir que otro se lucrara de su exquisito tesoro: “Si no iba a ser para él, no iba a ser para nadie”.
Él la llamó y en buenos términos pactaron una cena amistosa en casa de ella. Al verla de nuevo sintió morirse, su belleza y candidez habían aumentado de manera absurda, ella en cambio lo vio más flaco y acabado; aún así, la velada fue todo un éxito, cenaron, rieron y evocaron gratos momentos compartidos. Él le contó de su novela, “la inconclusa”, le confesó el temor que tenía por terminarla y traicionarla. Ella le habló del chico del momento y de sus líos con un profe de inglés, quien por ser nativo se creía más que los demás. Él no veía la hora de mandarla a la tumba, con el puto chico y el puto gringo frijolero.
En medio de los brindis ella se retiró un par de minutos y él creyéndola ausente aprovechó y sacó el frasco de veneno para hacer lo que tenía que hacer; pero enseguida, una punzada en el pecho lo mandó de bruces al suelo llevándose consigo vajilla, mantel y cubiertos y ahí, esparramado en el piso, empezó a sentir como todo adentro suyo colapsaba mientras ella caminaba hacia él, se inclinaba y tomaba el fresco de veneno para decir: “qué coincidencia, usé el mismo en tu postre. Nos vemos en el infierno”. “Así será”, respondió él, con su último aliento, agarrando un tenedor del suelo y clavándoselo a ella en la yugular.
Cuando él abrió los ojos, se encontró nuevamente en la habitación de su infancia, los mismos juguetes, la misma ropa, los mismos posters de Michael Jackson. Todo era igual, salvo por las cámaras de vigilancia puestas en el techo, todo era igual. Este no era el cielo, tampoco el infierno, era simplemente el más allá, un más allá donde habría podido ser feliz de no haber sido por ella, quien al morir a su lado fue a parar al mismo pabellón, para traicionarlo una y otra vez con cuanto guardia o difunto se atravesara en su camino. Esta sería su venganza por haberla privado del mundo, romperle el corazón una y otra vez, por los siglos, de los siglos.
Bogotá, 29 de noviembre del 2015.
* La obra usada para la portada no pertenece a la plataforma de contenidos LAAAO. Es una obra del artista Jeroen Buitenman y se usa únicamente con el fin de ilustrar la presente columna.
Vladimitri
Magnifico texto!