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La Palabra

El mes pasado, alrededor del mundo, los hispanoparlantes celebramos el día del idioma; una fiesta en honor a la literatura desde aquél año de 1926. Posteriormente dada la importancia del idioma español, se propuso conmemorar el fallecimiento del Manco de Lepanto, rindiendo un homenaje el 23 de abril de cada año.

Por supuesto, muchos queremos que sea siempre una fiesta, el reunirnos en torno a la palabra y a la literatura. Y es que estamos en deuda, pues nos debemos y nos hacemos palabra. Nos definimos y nos confundimos con ellas mismas, pero sobre todo, nos permitimos ser libres cada vez que las leemos (algunas veces cuando las decimos) y nos encaminamos en un viaje que generalmente no queremos tenga final, creando unos espacios de reflexión personal y/o colectiva.

Tertulias, reuniones, encuentros que buscan precisamente convocar y SER vinculantes a través de la palabra escrita, de la palabra dicha; permitirse escucharla en boca del otro y de todo el mundo, compartir opiniones, criterios y divergencias de lo que sentimos y creemos.

Las palabras nos permiten viajar, lo dicen muchos, lo sabemos, lo vemos, lo vivimos… ¿Acaso existe quién no haya buscado alguna vez un consuelo, o disipar su tristeza (como lo diría Montesquieu) en una hora de lectura? Pues si es así, no conoce aún el gran alivio que se siente, ni lo nutritivo para el alma que puede llegar a ser realmente ese encuentro consigo mismo gracias al ejercicio sublime que resulta leer…

La palabra transforma y hasta se desencaja, se nos trunca en la garganta antes de que en alguna afrenta verbal con nuestros amigos o alguien desprevenido, decidamos impulsados por la sangre en nuestra cabeza a reventar, proferir un insulto, una crítica, una reprobación o un sencillo y cortante ¡NO!

La belleza de las palabras consiste en su multiplicidad. Un elogio, un tierno y castizo piropo hacia una hermosa mujer, un simple “por favor” y un maravilloso “gracias” nos hacen valorar a una persona y nos ayudan también un poco a ser personas (no sé si buenas o malas). Y más misterioso resulta, que en ocasiones, no es necesario decirlas porque ellas, las palabras, vienen del otro con la boca cerrada; a través de una mirada, con un susurro casi imperceptible al oído o a los ojos, con un abrazo de esos que quitan y brindan a la vez todo el aliento que se necesitaba.

Sin ellas dejamos de existir. Cómo no perpetuarse en silencio, sumergidos en el fondo de cuanto texto podamos devorar, si en ellos encontramos la única verdad del contar con palabras todo lo que sus autores quisieron compartir de sus propias vidas, mientras que intentamos alargar ese viaje con nuestras ganas de volar o navegar, antes de llegar al fin.

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