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La lágrima de ayer

La mañana se presenta ruidosa, en la cima de un edificio está el sol haciendo de las suyas.
Cinco pisos más abajo, sobre la tierra, una cama destendida retiene los olores de la noche que desean evaporarse uno a uno junto a la ventana, en forma diminuta de luz, menos fuertes pero más atrayente que la del astro amarillo.

Sobre la mesa, que se ve desde la cama, un hombre desnudo, de espaldas, sentado en un silla, tan fría como dura; suspira. En la mano rígida de él, un café de tres mañanas atrás; reposa a la espera de la llama que lo volverá café. La cama sigue destendida, las partículas del polvo se han ido, pero el olor aún queda, resistente, penetrante, soportable y asfixiante.

Pasan dos horas. Pasan tres horas. El hombre no se mueve más que para inhalar y exhalar el aire de la noche de anoche, del olor de Oliva, que se fue dejando la cama destendida, a él desnudo y sin café.

No tengo ni idea que datos poner, quizás sí: ¡Jueputa!

alejandrocamposduque@gmail.com

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