La dama de la ciudad que nos seduce
Portada: Jorge Gómez
Serie: Metástasis
¿Cómo puede llamarse sociedad a un montón de Pereiranos sin lazos entre sí, fríos e indiferentes? Esto es lo que se llama una antinomia social, igual que la palabra “persona” usada para designar a otro y que en su etimología original significa ‘mascara’. El hombre-masa, como definía lucidamente Ortega y Gasset al individuo social, es uno que actúa y piensa en conjunto, aunque se encuentre en la era del vacío, en la era líquida de la modernidad, como lo proponía Zygmunt Bauman. En la sociedad (llamada masa por los científicos sociales) el individuo desaparece. Es solo un punto aislado que se disuelve entre un mar de rostros con gestos diferentes.
Del mismo modo que hoy se construyen paredes coladas en una sola pieza, así también es sustituido el cemento entre los hombres por la presión que los mantiene juntos. Una presión que los muestra unidos, pero que inspeccionado con lupa deja entrever que realmente están separados en su totalidad. La disociación actual entre los hombres es tan antiguo como el mito de la Torre de Babel y hoy, como dijo el poeta Thoreau, son millones de seres humanos viviendo juntos en entera soledad. Desde ahí comienza el problema del ser humano y desde ahí debería partir cualquier estudio social o filosófico serio. El lenguaje tiene mucho que ver con esto. Se ha perdido la palabra unificadora y la buscan como Diógenes con una lámpara a plena luz del día.
La ciudad misma es un almacén de personas que se encuentran distribuidas en los monstruosos espacios que los configuran. Cada lugar representa una forma de actuar y pensar distinto. Los diferentes sitios son diferentes psicologías y diferentes formas de actuar y sentirse enlazado con la ciudad. Un lugar puntual es el viaducto que lleva el nombre de uno de nuestros ciudadanos ilustres. En ese Viaducto, o ese maldito viaducto, digámoslo poéticamente, llegaban personas con su moral chorreada hasta al piso, hastiada de romances surrealistas, del tipo “te amo a ti, y tu amas a otro”. Gente con un vivo estado musical de su conciencia, convencida de que su cuerpo era una celda (body is cage) de la que debían auto liberarse. Porque nadie se arrojó de allí sin estar pensando en algo: la música, las penas, los secretos ocultos que nadie sabe, la enfermedad, la existencia vertiginosa de la ciudad. Son la última patada o el suave empujoncito sobre los más de cien metros de altura.
Las personas que deambulan mecánicamente por esa zona, son testigos del estado místico que embargaba a las personas antes de tomar la decisión de lanzarse a la llenura expansiva de ese gran vacío. Suicidas que con la excusa de tomar un aire fresco, daban pasos ligeros por los andenes del viaducto, pensando en esa atracción hermosa que nadie entiende, que se llama la muerte. Alguien dijo teóricamente que antes de que la persona haya quedado en el fondo del puente estampado como una obra de arte en un lienzo, su corazón se ha detenido. Pero no hay que ser lógicos para afirmar que el corazón ya está aporreado y desahuciado desde arriba mismo, desde antes de caer feliz y artísticamente.
Los criminólogos se desvainan los sesos creando hipótesis para esclarecer el aparente suicidio: estudian la escena, hacen una que otra pregunta, buscan una carta firmada, pero buscan en lo material, no en lo inmaterial: el alma. No escudriñan en las profundidades del ser porque carecen de herramientas y métodos; no se dan cuenta que el verdadero asesino es la muerte del lenguaje en las personas. El lenguaje que fija la vida y que una vez muerto, produce la toma de decisiones negativas. Palabras que como vínculos sociales se rompen como un jarrón lleno de flores y que lleva a las personas al borde del abismo, seguros de querer lanzar desde este podio las últimas piezas de su existencia.
Se llaman locos o dementes a quienes se lanzan al vacío, pero en realidad esas personas son filósofos de la vida, hay que ser poéticos. Filósofos que encuentran una fuerza, un fin en lo que negativamente se llama “la muerte como seducción a la libertad”. Alucinados en una sórdida confianza de un fin que hará justicia a toda historia y que concluirá con esas pasiones que parecen actuar sin ningún albedrio propio.
Toman el suicidio como un salto de fe, una fe filosófica de las pasiones alteradas por medio de la conciencia. Y en este salto demuestra temerariamente el poder real de la voluntad desnuda. Una voluntad que destruye la contradicción del acondicionamiento social de pensarse como un ciudadano más entre los demás y nacer a una existencia pura, a un proyecto de ser libre en la voluntad consiente. Pero claro, esto hace parte de la ilusión de la muerte, que proyecta y presenta la vida como un concepto y una idea y no como una materialidad.
Esos mismos testigos que se encuentran flotando por las vías peatonales del Viaducto, afirman que la gente suicida canta, otros lloran, otros simplemente meditan o escriben. Retratan una realidad. Pues aquello no es nada más que símbolos y señales de los que quieren acabar con su espacio-tiempo que les fue prestado. De los que quieren acabar con el fantasma (sprit) de su vida. Para los ciudadanos el Viaducto alberga los grandes sueños de progreso; el puente en sí es el símbolo que la gente con orgullo evoca, al hablar de la ciudad de Pereira, pero jamás mencionan a los muertos que este escupe día a día. El puente no tiene la culpa, la gente tampoco. Entonces declaremos culpable al lenguaje. Si los ciudadanos se identifican con el progreso por medio de los símbolos, entonces inevitablemente debe hacerlo con su gente y su historia como complemento. El viaducto es tan nuestro como los suicidios, igual que el arte de Lucy Tejada como sus pinturas y esculturas, o César Gaviria Trujillo como Luis Alfredo Gravito. ¿Es posible concebir una Roma, Francia o Israel, sin un Nerón, Sade o Judas?
La ciudad de Pereira es plástica y por naturaleza, la configuramos a nuestra imagen: ella a su vez nos moldea en virtud de la resistencia que ofrece cuando tratamos de imponerle nuestra distopía personal.