fbpx

Escuchar Rayuela

A Cortázar no solo le debemos la prolijidad para entramar historias breves. Cortázar, y eso le consta a Santiago Gamboa, nos hizo enamorar de París y –yo no sé ustedes– también de la Maga. (¡Calma feministas, era una broma!). ¿Jazz, jass o jasz? No importa. En Rayuela Cortázar nos adentra no solo a una difusa y cautivante urdimbre literaria, además a un paseo por el género nacido en New Orleans. La música fustigada y advertida como el sonido del diablo, aunque esto último nos lo enseñó Toni Morrison.

Hace unos meses Juan Esteban Constaín escribió una columna maravillosa; decía que los correctores de estilo, además de gramática y ortografía, deberían saber de solfeo. La palabra es música, los textos son canciones y por eso es preferible sacrificar una coma para que “el mundo suene mejor”. Pero ¿Qué pasa cuando el hipérbaton no cumple su función, cuando no transmuta, digamos, de palabra a sonido? Cuando el lenguaje es llano: ni cacofónico ni eufónico. Haz tu epifanía Britten, habla de la influencia de Rimbaud.

En esta situación es cuando se hace necesario dejar que la música nade en sus aguas, quizá y en razón a eso Cortázar alguna vez dijo que “en ciertas situaciones anímicas personales, la música es el único vehículo adecuado, las palabras son inútiles”. No es extraño entonces que en la obra del argentino la música sea un referente consuetudinario, que en Rayuela se hable de Duke Ellington, Louis Amstrong, Benny Carter, Lionel Hampton, Stan Getz, Champion Jack Dupree, en fin. De un robusto número de hacedores de jazz que expresan de una mejor manera esos estados de ánimo que alguien, que no quería pensar, llamó inefables (como si este no fuera un adjetivo).

Toda esa digresión para decir que Rayuela no solo puede leerse, también escucharse, y no es que esa condición estribe en la sutileza eufónica de su prosa, es que en sus páginas hay un variopinto repertorio de artistas que ayudan a que la novela suscite atmósferas, sitios, lugares que hacen que la palabra escrita tenga la misma fuerza persuasiva que otros lenguajes artísticos como el cine.

No estoy insinuando que la literatura no tenga herramientas para vender realidades, evidentemente, la literatura fue primera que el séptimo arte, lo de la fuerza persuasiva es porque el lenguaje audiovisual se vale de la musicalización para convencer a un espectador de la situación que se quiere reflejar: tristeza, alegría, nostalgia, o lo que sea. La literatura, en teoría, no puede hacer eso, y por eso es que cobra importancia eso que aquí me proponga recordar: que en Rayuela se renuncia a la sonoridad agradable de la palabra, que se deja que la música actúe por sí misma.

Que esto no es nuevo, todos lo sabemos, de hecho poco tiempo después de publicarse Rayuela Cabrera Infante en Tres tristes tigres hace un lindo homenaje al bolero. Esta dos novelas, dicho sea de paso, cuentan con capítulos en los que sus autores se permiten jugar, divertirse con ininteligibles “neologismos”.

Los jóvenes dirán que en ¡Qué viva la música! También pasa esto, y sí, en efecto, en las páginas de la novela de Caicedo también se puede ilustrar esto que pasa en la novela del argentino, pero una cosa es Cortázar y otra Caicedo, así que mejor continuemos.

Alguna vez Elio Vittorini dijo que la música es, en la ópera, este algo que falta en la novela.

Rayuela desmantela a su modo eso.

Escribe para medios independientes de las principales ciudades de Colombia. Autor de la novela 'El cadáver de una balada, entre paréntesis' (Caza de libros, 2015). Ahora prepara un libro de cuentos. @VillanoJair

jairdisidente@yahoo.com.co

Publicar un comentario