El templo del silencio
Entre los alaridos de alegría por la llegada de las vacaciones, Diomara, cinco meses menor que Joselito, llora en silencio. Él –vagabundo en formación– había dejado de compartirle su lonchera aquel día de junio. Ella –necesitada por profesión– en un berrinche poco importante para el mundo, pero determinante para la mocosa, lloraba silenciosa e imaginaba que el arcoíris se derretía sobre el rudo asfalto de una plaza en el Urabá Antioqueño.
Joselito, más cínico que niño, desde ese día dejó de meter su fuerte y pequeña mano bajo la falda sucia pero tibia de Diomara; la niña –que ya no era niña– valoraba, lloraba, anhelaba y esperaba necesitada y angustiada la mano chica del chico porque estaba cansada de la mano grande que en las noches la frecuentaba.