¿Dónde Vivo?
Fotografía por: Valentina Allan
Desde esta casa, en lo alto de la montaña, las faldas se desprenden en cascada hacia la ciudad. En las mañanas, una paz de angustia acompaña el río de gente que se despide y se persigna al pie de las puertas del inquilinato, del garaje, del hueco del barranco. Se van y hacen espuma, chocan contra los muros de las avenidas, pierden la cabeza. Aún no ha sido creada una ley, una moral, un arte para el barrio donde vivo. En su mayoría son vendedores ambulantes, amas de casa, jíbaros y ladrones, gente ordinaria y sucia que parece siempre la misma. Aquí es imposible distinguir una puerta de una ventana, tan apiñados conviven que, al parecer, solo los colores primarios permiten hacer una división justa.
Por la noche llegan y desaparecen por callejas casi irreales a fuerza de estreches y podredumbre y me pregunto si será nuestro pan para siempre harapiento. Mañana volverán a arder con el sol –beso amargo- y todas las noches el sueño será la muerte. Ladrarán con su corazón a la luna una canción de despecho, volverán a partir platos y huesos… y arriba del segundo piso de la casa donde escribo, un niño no para de llorar… dos, tres, cuatro de la madrugada. Ayer mi vecino mató a su esposa a golpes al filo de las escaleras. En la radio el gobernador insiste, insiste en que “en el departamento no existe presencia de ninguna banda criminal o actores armados activos en algún municipio del departamento”. Poco se merece o se espera de una vida por la cual hay que pagar para morir ¿Quién liquida o transfiere la deuda? Mañana, sí, mañana iremos a parar con nuestros huesos al desbarrancadero al otro lado de la montaña en bolsas negras ¿Quién dice que tuvo un nombre y su madre lo recuerda? Con las manos que borró el petardo, tengo fiebre y escribo.
Las líneas de la droga y la madrugada son ahora fronteras invisibles. Solo llegarán las balas a estos callejones, a las esquinas disimuladas, a los expendios de droga en las inmediaciones de los colegios ¡Mi carta a los pereiranos! Son innumerables las casas de bahareque y guadua en donde no se puede prender una vela a ningún santo a riesgo que arda la comunidad ¡Es nuestro infierno el paraíso en la tierra! Con el cura pederasta de la parroquia La Santísima Trinidad convivió toda una generación. Hoy, el carro de la basura dejó de pasar. Chulos, perros, gatos, gusanos y hormigas se disputan las sobras, luego la lluvia de las dos de la tarde barre las calles y aquí no pasa nada.
Lo mejor es irnos a otra ciudad, a otro país o quedarnos, da igual, nunca hemos tenido casa y los dueños parecen ser siempre los mismos –en todas partes-.