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Una taza de café

Arreglábamos el reloj para más tarde. Parecía rara esa afición de pensar en el tiempo, en el final, en el café del amanecer. De todas las sombras de la habitación concurrían los aromas de la caída del sol. Nos habituábamos a ese rito de noctámbulos feroces, de roedores rabiosos, de hienas malheridas.

Carla amaba su habitación, casi tanto como a su suave colcha floreada, manchada casualmente en la aventura de algún azaroroso embrollo de ropas despegadas del cuerpo. Habíamos aprendido a tomar de la taza de café, sobre ella, usándola de mesa improvisada, a acariciar los límites del envase como a una fina cintura, como a un embudo de pinturas fluorescentes y de flores de cementerio. Aparte de la bebida, nos poblaban la humedad aislada, las manchas en el techo y el baile de las telarañas en los ángulos de la pared.

Podíamos imaginarnos reflejados como fantasmas o como vampiros sedientos de sangre, mientras el paso de los transportes de pasajeros de la avenida hacían vibrar las ventanas en un verdadero concierto de infelices ruidos.

Recuerdo que el rito iniciaba y terminaba con el café. Besábamos la taza e ingeríamos ese profundo olor tropical, fuerte, original. Nos llamaba la atención el homogéneo negro, líquido, tormentoso, que vagaba por la boca, por los bordes de nuestra lengua.

 -¿Te gusta?- preguntaba Carla. La taza se movía en sus manos, bailaba, como si la porcelana le recordara a los trapecios o a algún suicida padeciendo los fuertes vientos de un vigésimo piso, de un edificio repleto de oficinas y de computadoras.

-Este café es increíble- le respondía, rápidamente.

-Sí, siento lo mismo.

-Sentimos lo mismo, eso es bueno.

Ya no importaba la noche ni el coincidente tropiezo que había derramado unas cuantas gotas de café sobre la cama. El rito había comenzado con las tazas calientes, con las manos frías ocupadas por el calor, con el primer sorbo. Charlábamos de todo lo sucedido en el día, de las noches sin tomar café juntos, de la vida que nos había pasado por encima como el tren que se oía a unas cuadras de la habitación. Era un anexo de capítulos aburridos, de indiferencias, que solo allí, sin tiempo, podían cobrar alguna clase de sentido.

-¿Quieres de mi taza?- le preguntaba, como acobardado, pero valiente.

-Siempre quise, pero temí decirlo.

El intercambio de tazas era casi una excusa, una metáfora nocturna, una forma de decir lo que el silencio no permitía. El café iba terminándose, pero sin quererlo. Era una regla, llegaba el final y el tiempo trataba de parir horas perdidas.

-Carla, ya casi no hay café. Iré preparando mis cosas para no perder el taxi- le sonreía tibiamente, mientras trataba de no decir lo que estaba diciendo.

– Los taxis no tienen horarios.

-Ya sé, pero quizás salga y vea un taxi irse y perderse unos segundos antes de mi salida de la habitación. Y termine por esperar largas horas en esta fría noche.

-Entonces recoge todo rápidamente.

Carla miraba mis cosas desparramadas. Sufríamos esa etapa final como un velorio, como una despedida en el aeropuerto de Buenos Aires, como una recaída de la presión arterial.

-Me pareció oír el paso de un taxi, recién, ¿no quieres quedarte?- preguntaba, tímida, Carla.

-Sí, siempre quise quedarme. ¿Tomamos otro café?

-¿Café? No. No me gusta. Pero quédate a dormir conmigo.

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