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Calor, belleza y licor

Arrojado por mi propia voluntad en esta calurosa ciudad, me envuelvo en recuerdos que ya no deseo. Me pierdo para evitarte, con la intención de construir recuerdos nuevos de un mismo lugar sin ti. Te borro en tu casa, vuelvo a mí estando tan cerca de… justamente donde me perdí. “Esta noche es para perderse”, me digo para mis adentros, parafraseando un amigo que no ha venido con nosotros. Algunos amigos me acompañan hoy, su carácter es el apropiado para esta misión, ellos dibujan la escena, la pintan por mí; yo soy el espectador de la obra y al mismo tiempo un boceto para cada uno de sus trazos. Ellos tienen su propio sentido estético. Nuestras pinturas, nuestros dibujos, son muy diferentes, sin embargo, en este instante parecen expresar algo de nuestro cuerpo y alma que queremos dejar atrás, y en eso encuentran familiaridad, en el horror que nos trajo acá, el horrible presente de un pasado de bella apariencia.

K busca el sexo de otro tiempo, pero lo dibuja con palabras bonitas de despedida; se ahoga en indecisiones que bajan como vino por su garganta. A Jason lo invade una angustia que cambia de sabor: cerveza, vodka y vino sacian su paladar, pero no su alma; “¡tráeme dos cervecitas, Jota!” me dice a la mañana siguiente, y yo me hago el güevón un rato para aumentar su agonía, “sólo beber, no hay nada más que hacer en esta puta ciudad”, continúa diciendo, tendido sobre un viejo colchón en la sala.

En medio de la noche Jess, la anfitriona, se divierte con nuestro horror, así alimenta el suyo: inquilina en esta ciudad para olvidar la suya pero no ha podido, porque la llevamos con nosotros, por eso nos recibe en su apartamento, “júntate conmigo y verás que te salen todos los vicios”, me dice, metida en esos shorts obscenos, pero lo que yo escucho es: “tráeme mis vicios de vuelta contigo”.

Y yo… yo que soy esclavo de la belleza en todas sus formas no puedo perder la oportunidad de invocarla en la figura de mi vieja amiga C., ella, sí, ella, tú sabes a quién me refiero. K. se molesta un poco al verla llegar, provocándome una sonrisa nietzscheana que pone al descubierto en su molestia cierto desprecio tácito de la mujer por la mujer, y Jess se sorprende, “¿en serio? ¿Después de tantos años?”, dice. A C. sólo tengo que llamarla y allí está. Un movimiento perverso de mi parte, ¿cierto? Para mí es una de las tantas maneras de olvidarte, de ahogarte en las orillas de la “rivera plutoniana” de mi memoria, como diría Poe. Cuando la miro, su hermoso rostro y su fantástica figura, yo… yo soy, simplemente. Es la belleza que la habita, sólo eso lo que necesito en esta noche, una belleza que combata mi horror, que se empareje con lo horrible dentro de mí y dé a luz algo nuevo. Esta es la mejor manera de embriagarme; como Pigmalion la contemplo con detalle, tratando de entrar en sus ojos y su piel; el alcohol por mis venas le otorga a la escena un aspecto divino y surreal, un momento de éxtasis en el que intento desesperadamente de encajar la doble visión de su rostro en movimiento en una sola imagen, mientras le acaricio con ternura el cabello y me parece que su voz es una alucinación que aniquila todo incluida tu voz en el fondo de mi ser, porque ya no la escucho, la voz de C. la rastrea en mi alma hasta estrangularla y eso me hace sentir bien. Quizás, esta pintura que tiene su belleza me permite la consciencia de que todo se acabó y que estoy limpio de ti, limpio de todo como mi estómago a la mañana siguiente al devolver todo el alcohol que ingerí.

Sin camiseta y con resaca me asomo por la ventana, con la mirada abriéndose hacia las lomas de este barrio insigne de la ciudad; el calor entra por todas partes como una peste, pero yo estoy limpio, limpio de mí mismo.

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El contenido de los textos aquí publicados es de exclusiva responsabilidad de los autores y no compromete a la Corporación La Astilla en el Ojo.

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